estelnegre | 11 Agost, 2009 13:51
El
anarquista catalán fue
fusilado el 13 de octubre de 1909, acusado de dirigir la revuelta
popular de la
Semana Trágica de Barcelona, en la que ni siquiera
participó. Fue el chivo
expiatorio de la oligarquía y la Iglesia
Francisco
Ferrer Guardia nunca
dirigió una revuelta popular. Tampoco la que
comenzó en Barcelona el 26 de
julio de 1909, y que ha pasado a la historia con el nombre de Semana
Trágica,
aunque un tribunal militar, carente de garantías, lo
condenó a muerte como
"autor y jefe de la rebelión". En realidad, quienes pusieron
a Ferrer
Guardia ante el piquete de ejecución, el 13 de octubre de
ese año, se estaban
vengando de un intelectual laico, de un pedagogo revolucionario que
había
desafiado el control eclesiástico de la enseñanza.
El
fusilamiento de Ferrer, que
tuvo una considerable repercusión internacional,
abrió un debate sobre su
persona y sus méritos intelectuales. Fanático
anticlerical y mediocre pedagogo
para algunos; innovador y mártir laico para otros. A cien
años de distancia,
aunque las disputas no se hayan cerrado, puede hacerse ya un balance de
su
figura.
Varias
tradiciones, la
anarquista, la federal, la de sentimientos anticlericales y
anticentralistas,
bullían en la Cataluña urbana de la primera
década del siglo XX. Aparecieron
nuevas formas de acción colectiva, protagonizadas por un
nuevo republicanismo
radical de base populista y liderado por la personalidad arrolladora de
Alejandro Lerroux, que hizo votar republicano a los obreros y
ejerció de
anticatalanista en el corazón de Cataluña.
Ateneos
obreros, cooperativas,
periódicos y escuelas laicas surgieron como manifestaciones
de una cultura
popular, dirigida básicamente contra el clero y los
oligarcas, donde ese
republicanismo y el obrerismo -anarquista o socialista- se daban la
mano. Fue
también en ese escenario donde nació, en 1907,
Solidaridad Obrera, por
iniciativa socialista, aunque con fuerte inspiración
anarquista, precedente de
la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) que
saldría a la luz tres años
después. Sin olvidar el sentimiento antimilitarista de una
parte importante de
la población, espoleado, sobre todo desde el Desastre de
1898, por el
mantenimiento de un sistema de reclutamiento injusto. Todo eso y mucho
más
confluyó en la Semana Trágica y casi todos esos
caminos fueron transitados de
una u otra forma por Francisco Ferrer Guardia.
Nacido en
una familia campesina
de Alella (Barcelona), el 10 de enero de 1859, comenzó a
interesarse por la
pedagogía en París, donde vivió
exiliado, tras verse implicado en varias
conspiraciones republicanas, los últimos 15 años
del siglo XIX. Las escuelas
laicas, o "ateas", como ya las llamó el obispo de Barcelona
en una
circular publicada en 1881, fueron concebidas por los anarquistas como
instrumentos de emancipación proletaria y tenían
ya una importante presencia en
Cataluña antes de que en 1901, Ferrer Guardia regresara de
París y abriera en
la capital catalana la Escuela Moderna. A ese experimento educativo,
que se
extendió en los años siguientes a varias decenas
de localidades de la provincia
y a otras ciudades españolas como Valencia o Zaragoza, se le
atribuyeron
después, especialmente tras el fusilamiento de su creador,
todas las
excelencias de la pedagogía libertaria, una alternativa
radical e innovadora al
control y monopolio de la educación por parte de la Iglesia
católica, que
buscaría en la razón y en la ciencia, en palabras
del propio Ferrer, los
"antídotos de todo dogma".
Educación
libre, racional y
laica, integral e igualitaria. Ferrer tomó las principales
tradiciones de la
pedagogía moderna iniciada por Jean-Jacques Rousseau en el
siglo XVIII,
dirigidas contra la autoridad y las visiones religiosas, y las
adaptó al
mensaje revolucionario que anarquistas y librepensadores
difundían entonces
entre los nuevos grupos sociales nacidos con la
industrialización y el
crecimiento urbano. Con ese programa, que incluía
también en la práctica la coeducación
de sexos ("que la humanidad masculina y femenina se compenetre, desde
la
infancia"), no resulta extraño que la Iglesia
católica y las gentes de
orden reaccionaran de forma enérgica. Como ya
argumentó Álvarez Junco hace
años, la labor pedagógica de Ferrer conviene
valorarla en relación a la pésima
situación de la enseñanza en España en
ese momento y a los obstáculos que
encontraba por parte de la Iglesia y de sus importantes grupos de
presión
cualquier intento renovador, fuera radical, como el de Ferrer, o
más moderado,
como el de la Institución Libre de Enseñanza. Los
sectores autoritarios y
eclesiásticos trataron de frenar la influencia que esos
nuevos intelectuales
laicos comenzaban a tener entre las capas populares y eligieron a
Francisco
Ferrer como víctima propiciatoria de un escarmiento que
muchos deseaban.
Si, al
margen de las posiciones
apologéticas o denigratorias hacia su obra y figura, Ferrer
Guardia ha llegado
a nosotros como uno de los principales difusores de la
pedagogía moderna, y no
sólo libertaria, quizás no tenga demasiada
trascendencia histórica saber si su
ética personal era coherente con lo que predicaba, aunque su
muerte tampoco
puede desligarse de otras facetas que él puso en marcha como
teórico de la
revolución. Y aparece así su notable fortuna, muy
rara entre los
revolucionarios españoles, que le legó su
discípula en París Ernestine Meunier,
y que sirvió para financiar cosas tan diferentes como la
bomba que Mateo Morral
arrojó contra el carruaje real el día de la boda
de Alfonso XIII y Victoria
Eugenia, el 31 de mayo de 1906, la actividad política de
Lerroux o periódicos y
centros obreros.
Ferrer
compartía con muchos
republicanos, publicistas e intelectuales filo-anarquistas la creencia
en que
el obrerismo, las cuestiones sociales, y el anticlericalismo eran los
estandartes de la lucha contra el sistema oligárquico y
caciquil.
Por muy
libertino, anarquista y
anticlerical que fuera, o pareciera, la condena a muerte y
ejecución de Ferrer
Guardia, acusado de provocar y dirigir una revuelta en la que ni
siquiera
participó, fue posible por la ausencia total de
garantías que los tribunales
militares y los mecanismos de represión tenían en
España en régimen de
excepción.
La huelga y
la insurrección de
esa Semana Trágica, que corrió en el calendario
entre el lunes 26 de julio y el
2 de agosto de 1909, dejó, además del incendio de
80 edificios religiosos, un
saldo de 104 paisanos muertos y ocho guardias heridos. Hubo alrededor
de 2.000
detenidos, de los cuales 600 serían condenados, 59 a cadena
perpetua y 17 a
muerte, aunque sólo se ejecutó a cinco.
José Miquel Baró, el único que
tenía
algo que ver con la dirección de la insurrección
popular, fue el primero que
cayó, el 17 de agosto, en los fosos del castillo de
Montjuich. El último, el 13
de octubre, Francisco Ferrer Guardia. "¡Viva la Escuela
Moderna!",
exclamó antes de que el oficial mandara hacer fuego.
La Semana
Trágica tuvo
importantes consecuencias. Antonio Maura, el presidente del Consejo de
Ministros, perdió la confianza del Rey y acabó su
carrera política. La Iglesia
acentuó sus posiciones ultrarreaccionarias, mientras el
Ejército se reafirmaba
en su desastrosa aventura marroquí que tanto iba a influir
en la historia de
España de las dos décadas siguientes. Los
socialistas y republicanos salieron
del aislamiento inaugurando una "conjunción" que
llevó a Pablo
Iglesias al Congreso de los Diputados. Y los anarquistas centraron por
fin sus
esfuerzos en el sindicalismo, fundando la CNT, una
organización que en Cataluña
se convirtió muy pronto en la seña de identidad
del movimiento obrero.
Fuera de
España, se protestó de
forma masiva, en Bruselas, París o Roma, contra ese
"asesinato
legal", auspiciado por "el clericalismo asesino y sus aliados
militaristas", que hacía renacer la Inquisición.
"Su crimen es haber
fundado escuelas", sentenció el escritor francés
Anatole France.
"Escuelas libres", como escribió Ferrer, donde los
niños estudiaran
"las causas que mantienen la ignorancia popular" y conocieran "el
origen de todas las prácticas rutinarias que dan vida al
actual régimen
insolidario". Era pedir demasiado en aquella España de 1909.
Tampoco la
República, dos décadas después, pudo
lograrlo, prueba de lo áspero que fue el
conflicto en torno a la enseñanza y a la creación
de un Estado laico.
Julián
Casanova
(El País, 11-08-09)
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